Continuamos con más historias…
El Cadejo
Al día siguiente, todos comentábamos la historia de mi viejita; nos reíamos unos de otros mientras contábamos chiles. Queríamos oír más historias y decidimos pedirle que nos contara otra, esta vez teníamos la ventaja de que había luz. A eso de las seis de la tarde, todos estábamos en la cocina como habíamos acordado. Mi viejita nos vio y sonrió:
–Bueno, bueno, dijo la mula al freno…
Al oír esto nos sentamos rápidamente rodeándola. Ella, desde su taburete comenzó:
–Cuando recién vine a vivir al barrio San José Oriental, no había muchas casas. Había montes por todas partes. Las casas eran de madera y de tejas. No había agua potable, por eso en todas las casas utilizaban un pozo para sacar el agua que se necesitaba. En la manzana vecina vivía Juan, un chico bromista como ninguno, que no tomaba las cosas con seriedad, trabajaba de albañil, y era muy conocido. Su mamá, doña Soledad se llamaba, le decía que tuviera cuidado al caminar entre los montarascales:
–No te preocupes vieja –le respondía Juan a su madre– nada me va a pasar.
–Doña Ermelinda dice que hace dos semanas a don Sebastián le salió el cadejo negro y lo mató. Lo encontraron en el monte –le replicaba doña Soledad preocupada.
–¡Ay mamá! –replicaba Juan– ese señor era un borracho, mujeriego. Seguro venía de algún local de mala muerte y lo asaltaron estando ebrio. No andes creyendo esas tonterías de cadejo.
–Pero hijo, cuídate, no tomarás, no vendrás tarde.
–Bueno, bueno.
Así salió Juan rumbo a su trabajo. En la obra, lo esperaba don Pablo, el dueño de la casa donde trabajaba. Juan no creía en las supersticiones de la gente. Era un hombre trabajador. Ese día salió temprano del jornal y se encontró con unos amigos del barrio. Lo convencieron de ir a jugar cartas. Esa era la palabra mágica para Juan, pues era un jugador empedernido. Entre juego y copas, Juan salía a veces sin un solo centavo. Caminaba por los parajes llenos de montes que llegaban hasta su cintura, tambaleándose de un lado a otro. De vez en cuando, sin darse cuenta, un perro blanco lo seguía por detrás, pero, al percatarse de su presencia, Juan no se inmutaba, más bien entablaba plática con aquel animal:
–Buen perro –decía Juan– espero que vuelvas mañana. Eres un buen compañero, sé que puedo confiar en vos para guiarme a mi casa.
Doña Soledad, angustiada, esperaba a su hijo en la puerta. Al mirarlo, se sintió aliviada.
–Vieja, ya regresé –decía balanceándose de un lado a otro por la borrachera que traía encima.
–Ya hijo, baje la voz para no despertar a los vecinos. Vamos, entremos a la casa.
–Ya, ya, pero antes deje pasar a mi amigo que me acompañó con esmero, todo el camino. Permita que se quede y dele algo de comer.
–Pero hijo… –decía la madre mientras miraba extrañada– aquí no hay nadie más que tú y yo.
Juan volteó y se percató que aquel animal ya no estaba.
–¡Ay…!, pero qué tímido, ya se fue. Bueno, bueno, mañana seguro que lo traigo.
Al día siguiente Juan amaneció con tremenda resaca. Soledad había preparado una sopa de res para levantarle el ánimo.
Mientras le servía, Soledad lo reprendía:
–Hijo, ya no bebas, mira que te hace mal, es día de semana, no puedes seguir así…
No pudo continuar porque su hijo, renuente, se retiró de la mesa. Enojado, tomó las cosas del trabajo y salió de la casa sin decir palabra alguna.
Don Pablo lo esperaba para continuar con la construcción.
–¡Hola Juan! ¡Buenos días! Y… ¿por qué vienes con esa cara de pocos amigos?
–¡Buenos días don Pablo!, es que mi vieja me echó el sermón ni bien amaneció.
–¿Qué fue lo que hiciste muchacho?
–Nada, ayer me fui con unos amigos del barrio y se me hizo de noche. Usted sabe como es la cosa.
–No sé, no sé cómo es la cosa, pero conociéndote, seguro llegaste borracho a tu casa y tu pobre madre estuvo esperándote preocupada. Muchacho, no andes vagando con tus amigos, deberías hacerle caso a tu madre.
–Es que uno necesita relajarse de vez en cuando, ¿no cree usted…?
–Una cosa es relajarse, otra andar de parranda y perder el dinero en juegos de naipes todas las noches. Además, deberías ir con cuidado. Dicen que el cadejo está saliendo en las noches y está matando a los que se le cruzan en el camino.
–Ya, ya, pues. ¿Usted también cree en eso? Mejor vamos a empezar el trabajo –lo interrumpió Juan hastiado.
Con mal humor empezó a trabajar Juan. El tiempo pasó volando hasta el atardecer cuando se despidió de su jefe.
–Mira muchacho, –decía don Pablo– ándate con cuidado, y si te tropiezas con un perro negro, en la noche, corre como alma que lleva el diablo, ¿entendiste?
Juan no quería discutir más y solo asintió con su cabeza. Como de costumbre, Juan se encontró con sus amigos. Estos lo invitaron a jugar naipes y él aceptó sin titubear, haciendo oídos sordos a lo que su madre y su propio jefe le aconsejaban.
Ya a la media noche, se despidió de sus amigos y, a pesar de que le pidieron que se quede, tambaleando se levantó de su taburete y salió de la casa. Caminó varias cuadras volteando a ver a sus espaldas. Esperaba encontrar a aquel perro blanco que siempre lo acompañaba. La noche se ensombreció y aquel camino rodeado de montarascales se veía tétrico. Juan sentía un frío escalofriante que le llegaba hasta los huesos. Súbitamente, del monte saltó un perro negro que lo hizo brincar del tremendo susto.
–¡Maldito animal…! –gritó el muchacho, y se dispuso a levantar una piedra para ahuyentarlo, pero se quedó inmóvil al ver los ojos de aquella criatura de un rojo intenso, que desbordaban maldad En un instante, se le lanzó de un salto cayendo encima de él. Juan, entre gritos de horror, desesperado, se cubría con sus brazos y trataba de apartar a aquel ser de su cuello. De repente, otro animal saltó hacia el perro negro que lo tenía sometido. El muchacho casi sin aliento, y con la mirada borrosa presenciaba la pelea entre estos dos seres misteriosos que se debatían en una lucha voraz.
Al día siguiente, los vecinos del lugar encontraron a Juan casi sin aliento e inconsciente entre el montarascal. Todo el barrio escuchó lo que aquella noche aconteció. Su madre angustiada recibió de los brazos de los vecinos a su hijo, en estado inconsciente y con mordiscos en partes de su cuerpo. La pobre mujer lloraba inconsolable, pidiendo a Dios que no se lo llevara todavía. Pasaron varios meses hasta que Juan pudo ponerse de pie nuevamente. Después del gran susto que se llevó, cambió su vida. Se hizo responsable. Ya no tomaba guaro, adoraba a su madre, y respetaba más a su jefe que fue un apoyo en esos días cuando más lo necesitó.
Con estas últimas palabras terminó mi abuelita su historia:
–Ya saben que no deben andar muy tarde fuera de casa porque pueden encontrarse con el cadejo negro, el espíritu malo que trata de matar a los caminantes solitarios. Pero si se encuentran con el cadejo blanco los guiará sanos y salvos a su destino.
Después de oír la leyenda del cadejo quedamos perplejos, pero algo en nosotros quería que mi abuelita nos siguiera narrando más historias asombrosas.
Mi viejita nos veía uno a uno, luego nos preguntó si ya queríamos ir a dormir.
–¡Nooo, mamá Marlene! queremos otro cuento. Sí, sí –contestamos al unísono y ella soltó una carcajada.
–No son cuentos –replicó ella–, son leyendas que mucha gente dice que le ha pasado y estas van trasmitiéndose de boca en boca de generación en generación.
Súbitamente la luz se fue, y todos quedamos inmóviles, los más chiquitos gritaron. Mi abuelita Marlene con voz tranquila nos dijo que no nos moviéramos de donde estábamos. Se levantó de su taburete para avivar más el fogón con la tapa de una porra y, de vez en cuando, con soplidos repetidos a diestra y siniestra hasta conseguir que la cocina se iluminara de nuevo para ver nuestros rostros. En aquel fogón se miraban las brasas incandescentes y los tizones, en los que se posaban las llamas que detenían la oscuridad total.
Aprovechando el fuego mi mamá Marlene tomó una porra grande que contenía frijoles cocidos y, mientras colocaba la porra sobre la cocina de leña, decía:
–Aprovecha Macario que esto no es diario.
A pesar de que la porra yacía sobre la cocina, nuestras sombras destacaban, y el lugar se sentía acogedor. No se podía decir lo mismo del patio y del lugar de trabajo de mi papá Vicente. La oscuridad era profunda, los árboles de mango, aceituna, almendra, carao, se ensombrecieron. Ráfagas de viento azotaban sus ramas. Algunas gallinas que dormían en los árboles de mango se despertaban y bajaban volando.
Estábamos un tantito asustados, pero nos hacíamos los fuertes delante de nuestra viejita que regresaba a su taburete mientras preguntaba:
–¿Están seguros de que quieren que les cuente otra…?
No pudo terminar porque Abelardo, su penúltimo hijo y nuestro tío, salió desde el costado más oscuro de la cocina y soltó un grito estremecedor. Sin pensarlo, unos salieron corriendo hacía mi mamá Marlene, los más chiquitos echaron a llorar y los más grandes nos pusimos de pie y quedamos inmóviles.
Abelardo se echó una carcajada, gozando de su travesura. Mi mamá Marlene lo regañó:
–No seas así con los chavalos, ya estas grande, ¿por qué lo haces?
–Es que no pude resistirme, estaban como petrificados, tragando gordo. Ja, ja, ja… Ya, ya…, doña Marlene, mujer de poca fe.
Al oír esto nuestra abuelita Marlene se levantó de su taburete y cogió un tizón encendido para amenazar a Abelardo:
–¡Espérate malcriado!
El bandido de Abelardo salió corriendo y mi mami lo siguió hasta la entrada de la casa.
Al ver esto, nos pusimos a reír y en coro repetíamos:
–Dele mamá Marlene, dele…
Ella también se echó a reír, puso en su lugar el tizón y volvió a su taburete. Mientras tanto Abelardo tenía que esperar adentro de la casa sin poder salir ya que estaba en capilla.
Ya sentada, mi viejita decía:
–Bueno… bueno. Dicen…
Al oír estas palabras volvimos a sentarnos en nuestros lugares, en el piso, ya que una nueva historia iba a empezar…
continuará…
Blanco, F. (2017), Historias frente al fogón, Quito, Ecuador.
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