La monja de hábito blanco

El año escolar inició, otra vez volvían los días de las madrugadas para prepararse, desayunar y tomar el bus hacia el centro escolar. Todavía lo recuerdo, íbamos a la escuela Enrique de Ossó, ubicada en el Reparto Schick, un barrio pobre de Managua. Era una escuelita mixta liderada por las monjitas teresianas españolas. Mi mami Luisa daba clases en ella y nos gustaba ir juntos. A veces había reunión de profesores y nos tocaba esperar hasta que ella terminara, junto a los demás hijos o parientes de los otros profesores.

Cuando regresábamos a casa, mi mamá Marlene nos brindaba comida. Recuerdo una vez que llegamos justo cuando uno de mis primos estaba discutiendo con mi tío. Mi mamá Marlene le decía:

–No estés de malcriado con tu papá, que si no Dios te va a castigar. Mira que te lo estoy advirtiendo, te va a salir la monja de hábito blanco.

Me quedé con curiosidad y le pregunté a mi mami Luisa si eso era verdad. Mi abuelita, que me había escuchado, dijo:

–Claro que es verdad, ¿no es así Luisa?

Mi mami Luisa sonrió.

–Si hacen sus deberes temprano les contaré la historia –propuso mamá Marlene.

Ese día no hubo mucha tarea y nos reunimos todos en la cocina. Mi mamá Marlene estaba descansando en una silla mecedora, debajo del árbol de aceitunas. Eran las cuatro y media de la tarde. Poco a poco llegamos hasta rodearla por completo. Estábamos quietecitos, sentaditos en el piso.

–Bueno, bueno, esta historia que les voy a contar es algo que le sucedió a la Luisa cuando apenas era una chavalita más o menos de la edad de ustedes. En ese entonces, la casa estaba ubicada al fondo del patio. Era pequeña, no era como la que conocemos ahora, Vicente solo ocupaba un lado con la carpintería, y la mayoría del terreno, adelante y en los costados, estaba lleno de árboles frutales. Había árboles de mangos, almendra, guanábana, carao, tigüilote, aceituna y palmeras. Recuerdo que en el lado donde está la casa de su tía Amanda habíamos sembrado artos chagüites. Algunos de los árboles todavía existen. Ven esos árboles de mangos, ahí duermen las gallinas. El de almendra está frente a la casa de su tía Amanda, el de aceituna, a un costado, junto a la cerca de madera. La palmera está cerca del lavandero; el carao y la guanábana están en la casa de la Luisa. Antes todo era un solo terreno, a sus tíos, de pequeños, les parecía enorme.

–¿De qué hablan, Mami? –preguntó mamá Luisa.

–Hablando del diablo y este se asoma –dijo mi abuelita–; estaba contando lo que te pasó cuando eras chiquita.

–¡Ah!, deje que lo cuente yo mami.

–Bueno, bueno. Ven pues.

–Me acuerdo que esa vez me porté malcriada, no quería ayudar con las cosas de la casa y empecé a hacer rabieta. Tiré la escoba que estaba cerca del pozo.

–¿Qué pozo tía Luisa? –pregunto Mario chiquito.

–Este que está aquí, detrás de  mí, que todavía funcionaba. En ese entonces, sacábamos el agua que necesitábamos para hacer los quehaceres de la casa. Ahora está cerrado porque ya tenemos agua potable y no lo necesitamos. Si ven, está totalmente sellado.

–¡Ah…! –exclamamos al unísono.

–Bueno, bueno, continuemos con la historia. Recuerdo que adelante había un enorme patio. Esta construcción, no existía, y el terreno se veía inmenso. Me acuerdo que estaba enojada y me fui pataleando hacia los árboles de chagüite. Con un guineo en la mano, me senté y empecé a comerlo, mientras lloraba cabizbaja debido a la rabieta que tenía. De repente, sentí que alguien me estaba observando. Yo alcé la mirada y ahí estaba una monja vestida con un hábito blanco. Aquella figura apareció detrás de un árbol de chagüite [1] que estaba delante de mí. Aquella mujer salía danzando como si fuera una bailarina de ballet. Hacía sus poses y de repente daba un salto y se escondía detrás de aquel chagüite. Literalmente desaparecía detrás de aquel tallo delgado del árbol y aparecía de nuevo. Mientras bailaba me llamaba moviendo sus manos. Poco a poco se ponía al frente del árbol, mirándome. Yo no le veía el rostro. Ella  seguía llamándome para que me acercara. Extendía sus brazos a los lados y hacía que las mangas largas de su vestido blanco se moviera de arriba abajo. Casi me hice en los calzones, salí corriendo a la casa. Mi papi me preguntó qué pasaba. Me puse pálida como papel, no podía hablar. Mi mamá Marlene, al verme, me interrogó:

–¿Qué te pasó? ¿Por qué estás así?

–No la pongas más nerviosa mujer –protestó mi papá Vicente.

–La monja…, la monja –hablé con voz cortada.

–¿Qué monja? –interrogaban al unísono.

–Hay una monja en el patio, en el chagüital [2] y me llama  –repetía mientras señalaba aquel lugar.

Mis padres se miraron extrañados, observaron cuidadosamente el lugar que indiqué, pero no había nada.

–Lo vez muchacha, eso fue por portarte mal y ser desobediente  –afirmó mi mamá Marlene.

–Ya, ya cálmate. Marlene, tráele un vaso con agua de azúcar para que se tranquilice –le pedía mi papi.

Pasé un buen tiempo sin ir sola al chagüital, tenía miedo de que aquella monja pudiera aparecer de nuevo y llevarme.

–¡Y colorín colorado este cuento ha acabado!  –finalizó.

–Y hasta ahora, tía, ¿la ha vuelto a ver? –preguntaron mis primos.

–No, ni quiera Dios, pero ya saben que no deben portarse mal, así ella no aparecerá.

De esta forma terminó la historia de mi mami Luisa. Después de escuchar su relato, todos fuimos a jugar un rato a la calle, con los vecinos de nuestro barrio…

[1] Chagüite: en Nicaragua se designa, en sentido general, al árbol de banano, guineo o plátano.

[2] Chagüital: en Nicaragua se designa, en sentido general, a la plantación de bananos, guineos o plátanos.

Blanco, F. (2017), Historias frente al fogón, Quito, Ecuador.

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